Prólogo

Mi nombre es Diego Santos. Yo asesiné a Carlos Molinari. Siendo conciente de todas las penas y martirios que una confesión de esta índole hace a mi persona contraer, me sumerjo, acreedor de facultades mentales plenas, en la experiencia de describir con agudeza todos los sucesos de pertinencia acaecidos a lo largo de mi estrecha vida, en afán de fundamentar, siquiera sea desde una perspectiva romántica, mi comportamiento negligente que inevitablemente me conduce a una infranqueable condena, a una impostergable encarcelación y en último término a una perturbadora y austera, solitaria y siniestra, muerte. No necesito ningún tipo de alegato porque no tengo la intención de proclamarme inocente, sino más bien, pretendo alzar la voz en un canto lleno de orgullo por haber procedido de la manera en que lo hice. Llámeme despiadado y llámeme inmoral si lo prefiere, no me interesa. Sin embargo sí tomaría prestada su atención, su concentración y capacidad de asimilación, con el corazón en las manos y esa conciencia moral social suspendida, para que acceda a conocer los pormenores de mi historia. ¿Acaso no ven en mi rostro las marcas del pasado? ¿Acaso no ven en mis manos las marcas del fuego? No existe contemplación alguna que apacigüe los daños propiciados. La muerte es irreversible y eso todos lo sabemos. Siempre me gustó pensar la muerte como la pérdida de la capacidad de percepción, y con ella de todos los sentidos que constituyen nuestra naturaleza. No me gusta pensar la muerte como un cierre sino como una suspensión de la existencia. Como una instancia más, un proceso o un estado, cuando el cuerpo no se deteriora, sino que se ilumina, se llena de luz o mejor dicho se convierte en luz. Pero creo que tendré tiempo de hablar de eso más adelante. Hoy y ahora puedo decir que conozco sus intersticios, ahora que estoy supeditado a su espera y habiendo sido actor principal y único causante de la muerte del ya mencionado, me creo firmemente en mis cabales al pronunciar con la más certera de las razones, que conozco y vivo y viviré de aquí en más por el resto de mis días en la muerte de todas las cosas del mundo.

3 comentarios:

Gastón dijo...

Y quizás nos conozcamos...
Esta ciudad tiene el misterio en sus entrañas y en cada una de sus esquinas, y si a esto le sumamos que el mundo es un pañuelo (¿o una calesita?)
Bueno, acá lo acompaño en esta extraña confesión a los cuatro costados, y prometiéndome que no me hará cómplice de su acción.
No, por lo menos, hasta saber, hasta enterarme, hasta sumergirme en las intrincadas causas por las que usted adelantó el viaje obligado de CM.

Lo saludo con la certera promesa de regresar si usted me promete todo lo que viste su prólogo.

Paula dijo...

Hola, quede impactada con tu introduccion, voy a volver porque siento que va a estar muy bueno.
Saludos!!!

Barbarella dijo...

Después de todo, la muerte es lo único seguro. Si pensara en las siete maravillas del hombre esas serían amor arte amistad idea enseñar vida y muerte. O algo así. Curioso es que un hombre puede vivir sin amar, sin amigos, sin ideales, sin enseñar, y hasta sin vivir. Hasta lo que sé, nunca un hombre dejó de morirse. Quizás ya era hora de que Carlitos se Iluminara. Bienvenido al club Don Santos Hache.

Barbarella