Ensayo sobre la vacuidad del ser III

- Estuve todo el día en el jardín – Me dijo tía Elizabeth volviendo a llenar mi vaso de leche con chocolate. – Son los zorzales que vienen y me comen las lombrices.- Tía Elizabeth entrecerraba sus enormes ojos color café cuando nos develaba un misterio. Tenía sesenta y algo, a veces más a veces menos, y cargaba con una disfonía en la voz que años atrás la había obligado a abandonar su carrera de cantante. Trabajaba bajo contrato en un Café en Viamonte y Libertad, que a la noche se convertía en bar y congregaba a grandes referentes de la clase media alta porteña, gente mezquina y obtusa que acudía a beber coñac y escuchar algo de Jazz con la desidia cristiana que todo lo libra a la voluntad del Gran Creador. No obstante, para aquellos faltos de sensibilidad, tía Elizabeth alzaba su voz con la fiereza con que las olas azotan las piedras en un mar de invierno. Nadie en todo Buenos Aires cantaba el Blues como tía Elizabeth. Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Aretha Franklin, Sarah Vaughan, ella dominaba las mejores tonadas gringas. Hasta que una enfermedad respiratoria le arruinó las cuerdas vocales y la maldijo con una eterna disfonía que le daba un tono rasposo y apagado a su voz. - Vienen en pareja, la madre y su hijo ¿Y sabés por qué? Aterrizan los dos sobre el pasto. El más grande, la madre, empieza a picotear buscando la lombriz mientras que el otro más chico la sigue de atrás y espera.- Escuchar las historias de tía Elizabeth era el precio que accedía a pagar para poder gozar de la compañía de María. Al día siguiente del incidente de las naranjas, volví caminando por la vereda de enfrente. Con cabeza gacha y las zancadas más grandes que mis piernas de infante conseguían dar. – ¡Che pibe! – Escuché al pasar por la fachada. Me detuve al instante y levanté con pudor la cabeza. Era Mario, el padre de María, que me llamaba del otro lado de la medianera. Llevaba una camisa blanca a rayas celestes desabotonada y unos pantalones de corderoy marrones, viejos y gastados. Era un hombre alto y delgado, de brazos y piernas fuertes, piel tornasolada, nariz aguileña y pequeños ojos negros. Llevaba el cabello mojado que en ondas caía hacia los costados de su rostro. Aquél adulto extrañamente desprolijo me llamaba con un parsimonioso movimiento de mano. El día anterior había logrado escapar con éxito, huir de la vista de los adultos y llevarme la mirada de María. Al día siguiente el panorama se me presentaba adverso. Junté coraje y crucé la calle a enfrentar una merecida reprimenda. Me detuve frente a Mario que me dedicaba una mirada juiciosa que parecía intentar atisbar lo que mi rostro ocultaba detrás. Con el ceño fruncido, desdobló sus finos labios en una amistosa sonrisa y me arrojó una naranja. – Tomá pibe, la próxima vez me la pedís ¿Estamos? - Asentí con rabiosa desesperación. Un alivio sanador me recorría el cuerpo de pies a cabeza. – Me llamo Mario.- Me dijo extendiéndome la mano. – Diego.- Esbocé tímido y apagado estrechando esa mano enorme y enrojecida. Miré por detrás de Mario y vi a María que contemplaba la escena detrás de la ventana. Mario giró la cabeza y al ver a su hija detrás de las cortinas me dedicó una inquisitoria mirada. Todavía no me soltaba la mano. Noté un incremento en la tensión de mis falanges. Me sentí por unos instantes examinado como rata de laboratorio. Liberada ya mi mano, Mario volvió a sonreírme. – Se llama María, mi hija.- Me dijo vaticinando mi curiosidad reprimida. Asentí con la cabeza e intenté sonreír aliviado, pero me temblaban los labios. Volví a mirar hacia la ventana, María ya no estaba. Ese día volví a mi casa contento. Con la sensación de haber obtenido algo nuevo, algo material. Sentía entre mis manos un trofeo, alcanzaba un nuevo estadio de mi existencia. Me sentía un emperador habiendo conseguido invadir satisfactoriamente un trozo de tierra que, con imprudencia y desmesurada codicia, deseaba poseer. Pero ¡Ay qué desgraciado me sentí cuando al abrir la puerta de mi casa encontré a mi madre llorando desconsolada sobre la mesa del comedor! Mi tío Ernesto entró en la habitación con una caja de pañuelos de papel en la mano y se detuvo en el acto al verme en el umbral sosteniendo entre manos mi preciada naranja. El sol entraba por la ventana y desparramaba su elixir por todos los rincones, pero ni él ni el más cálido de los abrazos alcanzaría ese día a iluminar nuestras vidas ensombrecidas por la inesperada y aterradora presencia de mi padre.

6 comentarios:

Gastón dijo...

Algunas veces no alcanza una naranja en la mano (ni el nombre de la más linda) para endulzar un día que se vuelve amargo, tan amargo...

Abrazo sin semillas

Paula dijo...

Qué agradable Mario!! Se dio cuenta que eras un niño y obró generosamente.
Imagino tu felicidad, viniendo con el tesoro precioso (la naranja), con la "venia" de Mario que intuyó un interés de vos hacia su hija, y llegar a tu casa para encontrarte con la antítesis de todo y la presencia de alguien que no es grato para vos. Y que encima tenés ese vínculo filial que no podés borrar.
Ay Diego!! Son las 2 de la mañana y me quedé con ganas de más historia.
Te mando un beso!!!

Irene dijo...

Lo imponderable, la tragedia golpea y tira por el suelo nuestra inconciente felicidad.
Diego, si asesinar a Carlos Molinari te obligó al papel y al lapiz, lo siento mucho por él, pero que bueno que haya muerto.

Diego Santos dijo...

Gastón: Gracias por acompañar siempre mis letras colega.
Un abrazo.

Paula: Mario es una persona sencilla de gran corazón, a pesar de su apariencia algo tosca. Son recuerdos imborrables. Siempre agradecido.
Un beso para vos.

IML: Muchas gracias por tus palabras. Más allá del bien y del mal.
Un abrazo.

Djuna dijo...

Los movimientos mientras uno no estaba resuenan entre cítricos inesperados y paraguas en tormentas inéditas.

PMB dijo...

Ahora si me puse al dia.
Veo un notorio progreso en su prosa. Cada palabra va encontrando su lugar exacto en el pentagrama.
Siga asi, queremos mas capitulos!