Ensayo sobre la vacuidad del ser V

Mi padre había vuelto y sí, al otro día me llevaría al colegio en su enorme y vistoso auto último modelo. Aborrecí el olor del cuero que emanaban los lustrosos asientos de esa nave obsoleta ante mis ojos. - Y decime ¿Cómo te va en el colegio? – Me escupió cuando hube cruzado el umbral de su portentosa máquina que le servía como comprobante de que pertenecía a otra estirpe, un duque en una civilización selvática primitiva. Demoré en contestar. Evaluaba cada palabra que cruzaba mi cabeza. Por fin me decidí por un simple e inseguro: - Bien, qué se yo.- Mi padre me dedicó una mirada ponzoñosa y esbozó una sonrisa que vomitaba delirios de grandeza. Estuvimos unos minutos en silencio. Observaba las calles de mi barrio, parecían inasequibles y lejanas, desconocidas detrás de aquella fortaleza de hierro que me transportaba hacia el colegio. Sentí ganas de ver a María. Por lo menos detenerme unos segundos en el frente de su casa e imaginarla detrás de la medianera bebiendo jugo de pomelo rosado. Contemplar por segundos eternos sus largas y curvadas pestañas. Recorrer con la vista su piel en busca de algún desperfecto que derribe mi insoportable obsesión por su belleza. La escuché decir algo acerca de unos elefantes rosas que caminaban por la tierra en sus sueños. Animales de enormes orejas y trompas alargadas que transportaban a la gente a donde sea que aquellos ordenasen, cualquier lugar del mundo, uno podía elegir. Ella invitaba a todo el que veía a viajar en el suyo que era el más ligero de todos. Aquellos animales de piel reseca y agrietada, como si escondiesen la historia del universo entre los pliegues de su cuerpo, en sus sueños aparecían libres de cualquier vellosidad rasposa, suaves como el jabón. Deslizándose con una vertiginosidad digna de una liebre, una ligereza impropia de un cuerpo de tal magnitud. Sus enormes patas se movían con la gracia de una gacela y aparentaban volar. La gente apiñada sobre su lomo reía a carcajadas, entrecerrando los ojos por el fuerte y cálido viento, que golpeaba y contorsionaba levemente las facciones. - Si hay algo que me ayudó a progresar en la vida es la confianza y mantener el autoestima alto. Uno no, no puede andar por ahí fijándose en los demás. Hay que concentrarse en los potenciales propios sin envidiar el de otros.- Las nubes cruzaban sus cuerpos como fantasmas y les dejaban un sabor azucarado y húmedo en el paladar. Se sentía protegida sobre aquella fantástica criatura. Deseé poder compartir ese viaje con ella. Tomarla de la mano y atraerla hacia mí, abrazarla y protegerla. - Y estar seguro, hay que estar seguro de lo que uno dice y hace ¿Me entendés Diego? ¿Diego? Me estás empañando el vidrio – Movía exageradamente las manos cuando establecía un punto de inflexión en su discurso. Arqueaba las cejas con soberbia e intercalaba en las pausas pequeñas sonrisas, que sólo agitaban débilmente la comisura de sus labios. Yo permanecía ensimismado mirando a través del vidrio. Sólo alcancé a oír sus últimas palabras y limpiando con la manga de mi suéter azul marino el vidrio empañado respondí apurado: - Sí, perdón, no me di cuenta.- Me miró y sonrió, siempre evaluándome. Habíamos llegado. Podía oír a través del vidrio el griterío de los niños que se saludaban enérgicamente. Sólo una cosa imperaba en ese instante. Saber si tendría que volver caminando a mi casa, cosa que me daría la oportunidad de ver a María nuevamente, o al menos disfrutar del aroma del sublime naranjo, o si mi padre me pasaría a buscar para devolverme al insoportable enclaustro que mi casa empezaba a representarme. Expectante, no me moví del asiento esperando que mi futuro se decidiese. Sonó el timbre. Estaba llegando tarde. Rápidamente abrí la puerta y sin despedirme de mi padre corrí hacia el colegio. No alcanzó a decirme cosa alguna, aunque pude percatarme de que rondaba en él la idea de ofrecerme el aventón de vuelta. Escapé como perseguido por abejas con el cuerpo rociado en caramelo. No miré hacia atrás en ningún momento. No quería darle la oportunidad de comunicarme con un simple gesto que estaría al mediodía, esperando por mí, en el mismo lugar. Una vez dentro, me di vuelta para mirar a través de los ventanales de la puerta de entrada al colegio. El auto permanecía quieto en el mismo lugar y mi padre parecía no moverse, como si aquel instante hubiese sido congelado por alguna fuerza sobrenatural de mi subjetividad que hasta el momento desconocía. Lo imagine realizando las más desdeñosas conjeturas acerca de mi comportamiento. ¿Qué le diría a mi madre? La idea de afligirla siempre me revolvía el estómago. Sin embargo me encontraba a salvo, me sentía protegido y con la esperanza de poder encontrarme con María en tan sólo unas horas, camino a casa.

Ensayo sobre la vacuidad del ser IV

En todos estos años de ausencia, mi madre nunca mencionó cosa alguna acerca de la vida de mi padre. Sólo que estaba en París, que era un hombre de negocios muy ocupado como para escribir cartas o llamar por teléfono y que había decidido tener otra vida lejos de ella y de su único hijo varón. Mi madre siempre habló de mi padre sin resentimiento ni bronca, sino más bien con resignación. Con un dejo de tristeza que convertía cada palabra articulada en un grito ahogado de clemencia a un auditorio completamente vacío. Ya libre de toda especulación, mi madre parecía haber dejado de sufrir por él justo un día antes de su llegada. A mis nueve años de edad, sólo sabía que París estaba muy lejos al norte y que allá la gente usaba sombrero y hablaba un idioma extraño. Mi padre era parte de esa nebulosa ciudad llena de luces y autos con formas extrañas. De calles oscuras atiborradas de hombres que se pisan los talones y nunca ven la luz del sol. La fisonomía de mi padre me atemorizó en un principio. Era un hombre esbelto, de atuendos prolijos y de apariencia costosa. Siempre pulcro, bien peinado. De un temple sobrio que le arrojaba aires de majestuosidad y erudición. Con una voz gruesa, casi gutural que retumbó en la sala como un tanque cayendo contra el suelo en un depósito vacío y una mirada profunda, inquisitoria, de esas que intimidan a los más fuertes de espíritu, se dirigió hacia mí la primera vez que lo vi. - Diego, soy tu padre, César. – Me dijo extendiéndome la mano como si fuera uno de sus socios más allegados y estuviésemos a punto de cerrar un forzoso trato en el que acordábamos no hacernos preguntas acerca de la vida privada de cada uno mientras la estructura edilicia de nuestro bienestar subsistiese. Tomé su mano con desconfianza. Mis facciones algo contraídas por los nervios buscaban serenidad en mi madre, que a un costado sonreía queriendo aparentar felicidad y sólo alcanzando un patetismo ingenuo y lastimoso. Esa noche mi padre se quedó a cenar. Comimos carne asada con papas al horno, su plato favorito. Gustaba de las papas cortadas en perfectos cubos como dados dorados, crocantes por fuera y tiernos y suaves por dentro. Lo observé masticar la carne con recelo. Me concentré en su quijada huesuda y en el movimiento de su amplio mentón. Sus dientes trituraban la carne con devoción animal. Pude ver los hilos de saliva que envolvían los trozos de carne masticados y su gorda lengua empujándolos hacia su garganta, puerta de entrada al organismo que representaría la mayor de mis tristezas, la peor de mis desgracias. Lo odié desde esa noche. En ese momento no lo supe con certeza, mi mente no lograba asimilar con claridad el sentimiento que urgía mi ser y desterraba el apetito. Tan sólo me producían rechazo sus movimientos elegantes y su aroma a perfume importado. Su pelo peinado hacia atrás, húmedo, brillante. Sus dientes perfectos y sus largas pestañas. Sus manos con sus uñas impecables y su risa despreocupada. Siempre tan seguro de si mismo, altivo vencedor. Cuando estos pensamientos invadían mi cabeza y entramaban mis sentimientos, apelaba a mi única arma, mi escudo ante toda amenaza desagradable, María. No entendía cómo dos seres humanos pudiesen producirme sensaciones tan dispares. Mientras María me entregaba con su mirada los colores más hermosos y fantásticos de las flores más exóticas de una primavera en el paraíso, mi padre me hundía en las oscuridades más trémulas de las cavernas más oscuras del más recóndito de los infiernos. De haber podido leer algún pasaje de cualquiera de los infiernos del Dante, me hubiese topado con una descripción acertada de lo que mi padre traía a mi mundo. - Mañana te paso a buscar y te llevo al colegio.- Me dijo retirándose de la mesa y parándose detrás de mi madre, que todavía sentada lo observaba sorprendida y tensa. Mi padre posó las manos sobre sus hombros y pude percibir cómo, en reacción a ese movimiento, todos sus músculos, todo su cuerpo y su espíritu se relajaba y se recubría de tranquilidad y protección. Pude advertir que el tiempo se desdoblaba en mil trozos y que mi madre los diseccionaba y seleccionaba convenientemente, conservando algunos y desechando otros, para lograr esbozar con seguridad aquella sonrisa que en sus labios me dijo aquella noche que mi padre había vuelto para quedarse. En esos mismos labios que por las noches me besaban la frente al arroparme y representaban la salvación, el fin de todas mis penurias y el comienzo de los sueños, en esos mismos labios que me profesaban el amor más intenso, sincero y puro que jamás nadie me entregó, en esos mismos labios que constituían el génesis de todo sentimiento de bondad hacia el género humano, en ellos vi dibujado aquella noche, el origen de, insisto, la peor de mis desgracias.