Ensayo sobre la vacuidad del ser I

Y si digo que mi vida es estrecha es porque a mis veintisiete años de edad siento haber vivido muchos menos. El tiempo parece haberse esfumado con la arrebatada inmediatez de un estornudo. Como si todos los personajes de mi pequeño universo se hubiesen congregado a mis espaldas y en armonioso consenso hubieran pactado aprontar el tranco de las horas y forzarme a sentir prematuramente el achaco de la pérdida de mis años de juventud. Pronto a cumplir los veintiocho (En apenas tres semanas) me siento ultrajado por la naturaleza. Me indigno al contemplarme en el espejo y mi indignación me recubre el cuerpo con un velo de madurez que colabora en echar por tierra mis ansias de jovialidad. Cuando busco apoyarme en recuerdos sólo consigo evocar vagas imágenes de mi infancia, cuyo sostén es tan frágil, tan endeble y maleable como el cráneo de un niño recién nacido. Los primeros años de mi vida los pasé en casa de mi tío Ernesto. Mis padres se divorciaron días antes de mi nacimiento (Oportuna desidia), y mi madre quedó desamparada tras huir mi padre a exiliarse en París. Únicamente Ernesto, hermano mayor de mi madre, acudió presuroso a nuestro suplicio con la prestancia de un verdadero caballero, con el porte que cualquier anciano creería atribuible a los valores de antaño. Mi vida en la casa de Ernesto constituye gran parte de lo que hoy atesoro como mis momentos de mayor felicidad. No obstante estos recuerdos son neblinosos, siempre necesitados de algún aroma disparador que disipe mi entramada y eternamente convulsionada memoria. La casa de tío Ernesto estaba ubicada en el barrio de Villa Lugano al sur de la Capital, en el límite con el partido de La Matanza. No gozábamos de lujos, nuestras comidas no eran ni portentosas ni exóticas, pero mi vida allí se encontraba lejos de ser triste. Alejado del clamor pernicioso de la urbe, mi barrio me acunó y arropó siempre con sus plazas y casas bajas. Sus calles de empedrado y veredas rotas. A tropezones y tumbos supe corretear con la pelota y hacer de las calles mi segundo hogar, si bien mi imaginario de infante no trascendía los límites de diez cuadras a la redonda. Nuestra casa lindaba con dos terrenos baldíos. Uno atrás y otro a la izquierda. Éste último era el lugar de encuentro para todos los niños del perímetro. Un rectángulo repleto de pastizales y piedras y demás desperdicios, que mi tío se encargaba de estilizar con ductilidad artística, para que “Los piojos corran un rato” como soliera decirle a mi madre cuando ella inquiría con necedad y cuestionaba el esfuerzo que mi tío hacía por nosotros. Recuerdo sentirme afortunado por ser propietario de una ubicación privilegiada. Desde la ventana de mi cuarto podía espiar el lugar y tan sólo bajar las escaleras al atisbar la presencia de los demás niños. ¡Qué felicidad crepitaba por mi pecho al ver llegar una camada de niños! Algunos con sus zapatillas deportivas de última generación, otros descalzos, pero todos prestos a patear la misma pelota, con el mismo entusiasmo escandaloso. Me destartalaba de ansiedad al verlos esparcirse por el terreno, ya dispuestos a comenzar el juego. Y fue entonces, en una de esas tardes calurosas de verano, allá por el año 1991, cuando vi a María por primera vez. ¡Ay María, de haber sabido lo que años después sería capaz de resignar por vos! ¡Cuántas torturas hubiera soportado, cuántas veces me hubiese rasgado la piel por tan sólo redimirte, ahorrarte todo ese dolor! Podría donar todos los órganos de mi cuerpo sólo por verte sonreír una vez más. Tomaría la muerte por sus riendas y cabalgaría el mundo entero, entregaría el resto de mi condenada vida, por pasar tan sólo un día, qué digo un día, horas, minutos a tu lado. Si tan sólo pudiera escaparme y volver… Pero no, de ninguna manera. Yo asesiné a Carlos Molinari y me irgo con obstinada convicción, advenedizo en esta jaula hecha de cemento y piedra, frío por dentro y por fuera y reluctante a evadir mi merecida condena.

6 comentarios:

Gastón dijo...

Desde el génesis de la vida (y quizás un poco antes también) se comienzan a escribir en un borrador imborrable los caminos que iremos tomando, transformando, padeciendo, perdiendo, y demás.
Sin embargo, la buena infancia, luego se dificulta con María (vaya nombre supremo) y esa manera de hacerle sentir su presencia a través de su ausencia, su tan cercana lejanía, su irremediable hechizo de mujer y del que vos (te voseo por tu corta edad) tomaste con gusto todo el brebaje.

Sigo tu historia, de alguna manera tan cercano a ese barrio, y un poco más a vos
(pero respetando las distancias, claro)

Abrazo cecano

Paula dijo...

Diego: Quedé impresionada por tu léxico.
Te remontás a 1991, pero por la manera de narrarlo, me imaginé principios de 1900, tu estilo me hizo recordar a Manuel Mujica Lainez en Misteriosa Buenos Aires.
Te quise leer en paz, porque sentí que no me equivocaba.
Muy bueno!!!
Me dejaste con ganas de saber qué pasó con María y por qué asesinaste a alguien.
Te mando un abrazo!!!

Diego Santos dijo...

Gastón: Como siempre tus palabras son bienvenidas por el barrio. Seguimos corriendo ¿Cuándo volvés?
Un abrazo.

Paula: Gracias por tus elogios. Me pone contento que estés dispuesta a acompañarme en esta difícil tarea. Espero verte seguido.
Un abrazo para vos.

Barbarella dijo...

Bifurcandincioso.
Me pregunto qué sonaría en el mundo de Don Santos Hache. Tómelo como un pedido para alguna próxima entrega. Y la palabra amapola, que me gusta como suena y nunca sé bien si es un insecto o una flor. O una flor con forma de insecto.
Un apretón de manos.

Barbarella

Irene dijo...

Muy bueno! Me gusto mucho el blog, te sigo leyendo!
Beso

Diego Santos dijo...

Barbarella: Bifurcadincioso claro está. ¿Qué te imaginás que sonaría? Voy a pensar en amapolas.

Saludos.

IML: Muchas gracias. Voy a darme una vuelta por el tuyo.

Abrazo.